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En diciembre de 2020 me dirigí hacia Sprindale, Arkansas, para encontrarme con Ángela Pacheco. Parada en el patio trasero de su casa, una pequeña estructura de pintura descascarada entre una hilera de casas dilapidadas, Pacheco me contó que tan solo unos meses antes su esposo, Plácido Leopoldo Arrue, tenía pensado sembrar tomates justo ahí. El solo recuerdo de esa anécdota provocó que llevara las manos al rostro para ocultar su dolor.
Apenas unos días después de haber hablado de sus planes para arreglar el jardín, Leopoldo Arrue fue hospitalizado por Covid-19, enfermedad que contrajo en la planta procesadora de pollo en la que trabajaba. El 2 de julio de 2020, dos meses después de su ingreso al hospital, Leopoldo falleció. Al no haber podido acompañar a su marido en persona, Pacheco no tuvo más remedio que despedirse de él por videollamada.
De complexión robusta pero pequeña, la sexagenaria de largo cabello entrecano subrayó que quería dar a conocer la historia de su esposo con la esperanza de que Leopoldo recibiera algo de justicia, por lo menos de manera póstuma. Pacheco no fue a la escuela; nunca aprendió a leer ni a escribir, ni tampoco a hablar inglés. Al igual que su difunto esposo, había llegado a Estados Unidos desde El Salvador con una visa temporal de trabajo. Ella también había trabajado en la enorme planta procesadora de pollo que Tyson Foods tiene en Springdale, lugar en el que Arrue había trabajado durante casi dos décadas hasta antes de su fallecimiento, a los 70 años.
Lo primero que esperaba escuchar era la versión de Pacheco sobre la muerte de su esposo. En cambio, me contó sobre una lesión que él había sufrido en este mismo empleo diez años antes, en 2011. Arrue se encontraba cubriendo el turno nocturno en la Planta de Tyson Foods cuando, a raíz de un accidente en las instalaciones, se vio expuesto a gas de cloro. Este tipo de gas es una sustancia altamente nociva que incluso llegó a utilizarse como arma química durante la Primera Guerra Mundial, y que ahora se emplea para blanquear y desinfectar las piezas de pollo. Lejos de aminorar, los malestares posteriores a esta exposición persistieron tras el accidente. Cuando describía sus síntomas, Arrue incluso llegó a decir: “siento que me estoy ahogando.” Posteriormente, un médico les confirmó que el gas había dañado severamente uno de sus pulmones.
Inmigrantes como Arrue y Pacheco conforman casi el 40 por ciento de los 470, 000 trabajadores que viven de la industria empacadora de carne en los Estados Unidos; mientras que al menos 14 por ciento de esos trabajadores son indocumentados. Un reporte realizado en julio de 2020 por el Centro de Prevención y Control de Enfermedades, CDC por sus siglas en inglés, señalaba que el 87 por ciento de las personas que se habían contagiado de Covid-19 dentro las instalaciones de procesamiento avícola y de carne durante los primeros dos meses de la pandemia (abril y mayo de 2020) eran trabajadores no blancos. Para junio de ese mismo año, la empresa Tyson reportó que el 13 por ciento de sus trabajadores en el noroeste de Arkansas había dado positivo de coronavirus.
Arrue había sido infectado en mayo. Por consecuencia, y también como resultado de haberlo cuidado, diez miembros de su familia también contrajeron el virus, su esposa incluida. Todos lograron recuperarse, excepto el mismo Arrue.
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Entre abril de 2020 y abril de 2021 más de 57,000 trabajadores de la industria empacadora de carne en el país dieron positivo de coronavirus. A pesar del riesgo, durante la pandemia la prioridad era mantener la velocidad de producción antes que implementar prácticas seguras de aislamiento y distancia. A finales de la primavera de 2020, después de una intensa campaña de presión encabezada por la empresa Tyson Foods, la cual cuenta con 120 plantas en 29 estados , la administración de Trump declaró que los mataderos y el sector de procesamiento de carnes eran “infraestructuras cruciales”; por lo que sus trabajadores eran considerados como “esenciales.”
A inicios de la pandemia, Tyson instaló termómetros infrarrojos y barreras plásticas en sus plantas, y también comenzó a repartir caretas y mascarillas entre sus trabajadores. Por su parte Gary Mickelson, uno de los voceros de la empresa, me dijo vía correo electrónico que en enero de 2020 Tyson Foods había formado un grupo de trabajo para abordar la problemática del coronavirus. Una de las recomendaciones era que los trabajadores no se presentaran en las instalaciones si habían dado positivo del virus. Por otro lado, en caso de haber estado expuestos al patógeno, los trabajadores deberían regresar al trabajo “solo cuando cumplieran con los requisitos establecidos tanto por el CDC como por la empresa.” De igual modo, Mickelson añadió que los trabajadores que habían dado positivo tenían el derecho de recibir prestaciones por incapacidad a corto plazo.
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En teoría, los trabajadores gravemente enfermos que habían incurrido en gastos médicos eran candidatos para recibir una especie de compensación laboral. Sin embargo, a ellos les correspondía ofrecer pruebas del lugar y las circunstancias en que se habían infectado. “Bajo la ley estatal de compensaciones laborales, los trabajadores tienen que demostrar que sufrieron un daño en su lugar de trabajo y que hay una conexión entre su salud y este evento,” señaló Brad Wendel, profesor de Leyes Edwin H. Woodruff de la Universidad de Cornell. “No es de sorprender que los empleadores digan ‘Solo Dios sabe dónde pescaste el virus.’”
Por otro lado, Mickelson comentó que Tyson había contratado inspectores para asegurarse de que los trabajadores usaran protección y respetaran el distanciamiento social en todo momento. No obstante, trabajadores en las instalaciones de Arkansas me mostraron videos en donde se puede apreciar al personal trabajando codo a codo, unos al lado de otros como si el Covid-19 no existiera. “El CDC ha reconocido que el distanciamiento social no es posible en todos los casos. Para solucionarlo nos compartieron algunas recomendaciones; mismas que Tyson ha cumplido a cabalidad o incluso las ha rebasado,” añadió el vocero.
A pesar de las acusaciones, las actitudes arrogantes y medidas laxas en uno de los mataderos de Tyson en Waterloo, Iowa, dieron como resultado más de un millar de infecciones dentro de los centros de trabajo y por lo menos seis decesos. Posteriormente, trascendió que siete administradores habían sido despedidos por hacer apuestas sobre el número de trabajadores que resultarían positivo de coronavirus. Una demanda de muerte por negligencia interpuesta por la familia de uno de los trabajadores fallecidos acusaba a Tyson Foods de “negligencia dolosa y displicente en lo que respecta a la seguridad dentro del lugar de trabajo.”
En junio de 2020 el gobernador de Arkansas, Asa Hitchinson, firmó un decreto de responsabilidad limitada que blindaba a empresas como Tyson en contra de cualquier litigio por demandas de compensación por parte de las familias de los trabajadores fallecidos que hubieran contraído el virus en su lugar de trabajo. Del mismo modo, al menos otros doce estados adoptaron medidas similares. Como resultado, estas medidas dejaban a los trabajadores con pocos recursos jurídicos, incluso si las compañías procesadoras de carne no habían implementado correctamente las medidas de seguridad contra la Covid-19.
Lisa Pruitt, profesora de la Facultad de Leyes de UC Davis, señaló que estos decretos de responsabilidad limitada eran “constitucionalmente dudosos,” pues la autoridad ejecutiva las emitió bajo circunstancias inusitadas (durante una emergencia de salud pública) que no han sido aprobadas en las cortes. “El carácter aplicable de estos escudos de responsabilidad es otro concepto desconocido que tiene que someterse a litigio,” comentó.
A pesar de que los trabajadores y sus familias sepan de la existencia de los escudos de responsabilidad y comprendan su importancia , aun tienen que sortear el gran reto de encontrar abogados dispuestos a tomar su caso; especialmente porque esto implica tener que demandar primero al estado para comprobar si es posible siquiera lanzar una demanda civil por daños en contra de la empresa.
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Crecí en Oark, un pequeño pueblo de Arkansas ubicado a unos 95 kilómetros al sureste de Springdale, en las montañas de Ozark. En el transcurso de los años, he sido testigo de la forma en que las compañías empacadoras de carne como Tyson han usado su dinero para ejercer su poder sobre el estado e influenciar a los legisladores del país. Como primer paso de este proyecto, empecé a hacer contactos entre las comunidades de inmigrantes que trabajaban en Tyson, incluyendo refugiados del pueblo Kayin de Birmania, trabajadores de las islas Marshall, así como personas de México y Centroamérica. A pesar de haberles garantizado total anonimato, los trabajadores que entrevisté estaban muy temerosos de que Tyson los despidiera por haber conversado con un periodista.
En septiembre de 2020, en Clarksville, Arkansas, pude entrevistar a una pareja de trabajadores de origen kayin con la ayuda de un traductor, cuyos padres también habían trabajado en Tyson. Solicitaron mantenerse en el anonimato por miedo a represalias. La pareja se conoció y unió en matrimonio en un campo de refugiados en Tailandia. Antes de eso, la esposa señaló que “teníamos que estar escapando del ejercito birmano constantemente.” Su esposo, que trabajaba como encargado de limpieza en el turno nocturno de Tyson Foods, tomaba una siesta mientras conversábamos.
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“Mi esposo se infectó en julio,” comentó. “Yo también me enfermé. Me puse muy mal. Tenía miedo y no podía respirar. Mi esposo se quedó en casa una semana y media, y no recibió ningún tipo de pago o ayuda por parte de Tyson en ningún momento.” Sus hijos también se enfermaron. Después, en algún punto de la plática la traductora reveló: “Yo también tuve Covid.” De las ocho personas presentes en esa habitación, yo era la única que no se había enfermado.
Muchos los trabajadores de Tyson que entrevisté me dijeron que cuando ellos o algún colega salía positivo, los administradores de la empresa les pedían que siguieran trabajando si los síntomas no eran severos. De igual modo, en febrero de este año, un trabajador de origen mexicano me comentó sobre una conversación que había tenido con su administrador en jefe después de haber reportado que había estado expuesto directamente a una persona con Covid-19. “Si hoy no presentas algún síntoma puedes seguir trabajando”, le dijeron. El trabajador insistió que quería hacerse una prueba, por lo que al día siguiente le permitieron que hablara con una de las enfermeras de la compañía. “Si no tienes algún síntoma en este momento puedes seguir trabajando,” le dijo la enfermera; quien también añadió que, si quería que hacerse una prueba inmediata, entonces tendría que acudir a una clínica externa y absorber el costo del examen él mismo.
Inevitablemente, una tarde de noviembre del año pasado, me percaté de que no me sentía del todo bien mientras conducía de regreso a casa después de haber realizado algunas entrevistas. Decidí detenerme en un centro de pruebas rápidas de Covid-19. Tras unas horas de espera sentada en el estacionamiento del lugar, me informaron que mi prueba había dado positivo. La enfermedad me noqueó. Pasé dos semanas en cama con fiebre y dificultad para respirar, así como monitoreando mis niveles de oxígeno. Durante mi convalecencia, muchos de los trabajadores que había entrevistado y que ya se habían enfermado me hicieron varias recomendaciones para una buena recuperación.
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Conocí a Ángela Pacheco en Springdale el 5 de diciembre de 2020, durante una vigilia dedicada a los trabajadores de las plantas empacadoras de carne fallecidos de Covid-19. Durante la ceremonia Pacheco se mantuvo de pie con la cabeza baja, mientras los demás trabajadores encendían velas en memoria de sus colegas: Plácido Arrue, Raúl Camacho, Salvador Zamorano, Khammy Nothongkham, Alonso Rosa, Manuel Mandujano, Jesús Lavato Molina, Martín Barroso, Martín Arenas y Viensong Phanphengdee.
La vigilia había sido organizada por Magaly Licolli, de 38 años y cofundadora de “Venceremos,” un grupo de defensa de los derechos de los trabajadores del sector avícola con base en Arkansas. “Muchos de los trabajadores tienen miles de deudas médicas,” me dijo. De igual modo, las familias endrogadas de aquellos que murieron de Covid-19 han llegado a recibir hasta amenazas de desalojo. Sin embargo, este tipo de empleos son muy valiosos entre las comunidades de inmigrantes, quienes incluso temen perderlos. “Estas compañías han hecho un gran trabajo de intimidación para evitar que los trabajadores levanten la voz,” señaló Licolli.
Tras la muerte de su esposo, Pacheco se vio sobrepasada con los gastos médicos y funerarios. Al final, tuvo que pedir a sus familiares en El Salvador que le ayudaran a pagar las cuentas.
La falta de compensaciones para estas familias es producto del prolongado fracaso bipartidista en lo que respecta a proteger los derechos de los trabajadores de la industria de procesamiento de carnes. Los escudos de responsabilidad son tan solo un ejemplo de la forma en que las grandes compañías empacadoras se aprovechan de su poder político para debilitar la protección jurídica de los trabajadores; logrando así regulaciones laxas y poco estrictas. Cabe señalar que esta lógica ha prevalecido por décadas.
Durante la elección presidencial de 1992, Ross Perot le puso al entonces gobernador de Arkansas, Bill Clinton, el mote de “hombre gallina,” en referencia a la cercana amistad de este con Donald Tyson, antiguo líder de Tyson Foods. Durante su gubernatura, Clinton se encargó de que se implementaran regulaciones ambientales relajadas en torno a la industria empacadora de carne; lo que derivó en la contaminación de diversas fuentes de agua potable y de cientos de miles de kilómetros de ríos y riachuelos. A lo largo la década de los noventa, Tyson Foods también resultó particularmente beneficiada gracias a condonaciones millonarias de impuestos por parte del estado.
Los nexos de los demócratas con las compañías procesadoras de carne no terminaron con Clinton. Tom Vilsack, dos veces secretario de agricultura, primero durante la administración de Obama y actualmente bajo la presidencia de Joe Biden, no solo permitió que las plantas avícolas incrementaran la velocidad de las líneas de sacrificio, también subcontrató para las tareas de inspección a empleados de las mismas compañías. Chris Leonard, en su libro The Meat Racket, publicado originalmente en 2014, alegaba que la administración de Obama tenía el afán de mostrar un ambiente favorable para los negocios; por lo que cedió ante las presiones de la industria en vez de sancionar los abusos cometidos por la misma.
De igual forma, durante la administración de Trump, los cabilderos que representaban los intereses de compañías avícolas como Mountaire siguieron ejerciendo un dominio político importante sobre las legislaciones. En abril de 2020, a pesar de que las acusaciones por brotes de coronavirus en las plantas de procesamiento de carne se acumulaban, Trump apoyó los escudos de responsabilidad para dichas plantas; lo que implicó un gran triunfo para la industria que, además, continuó con sus campañas de presión y se dedicó a realizar grandes donaciones a Rebuildig America Now, un super comité de acción política en favor de Trump. Unas semanas después, el entonces presidente terminó por sellar el trato al declarar que los trabajadores de estas plantas serían considerados como “esenciales.”
En noviembre de 2020 entrevisté a la familia de Martín Barroso, un trabajador de Tyson de origen mexicano de 52 años que había fallecido por Covid-19. Como en el caso de Arrue, Barroso llevaba casi dos décadas trabajando en las instalaciones de Tyson en Springdale, con un salario de $13 dólares la hora por empacar patas de pollo congeladas. El tratamiento médico que recibió dejó una deuda de $650,000 dólares. Su familia no tiene forma alguna de pagar; me dijeron.
Un mes después, en diciembre, fui a visitar la tumba de Barroso con uno de sus hijos. A pesar de que el joven quería compartir la historia de su padre con la esperanza de mejorar las condiciones de los otros trabajadores, también le preocupaban posibles represalias por parte de Tyson hacia los familiares que aun trabajaban en la planta. En su caso personal, había decidido cambiarse a otra compañía de procesamiento de carne. Azotado por el dolor, Javier me dijo que se encontraba muy deprimido desde la muerte de su padre, sin importarle que las cuentas se siguieran acumulando. De hecho, cada que llegaba una factura nueva, Javier simplemente la rompía en pedazos.
Otra trabajadora de Tyson, de origen guatemalteco, relató una experiencia similar, e insistía que “se había infectado ahí en las instalaciones de Tyson.” Contagió a su esposo sin saberlo, mientras éste convalecía en casa tras una operación. “No sabía bien qué enfermedad tenía,” comentó. “Me hice una prueba a inicios de junio y me quedé en casa, pero mi esposo se puso muy enfermo. Una noche empezó a tener muchas dificultades para respirar y tuve que llevarlo al hospital.” El hombre murió tres días después. Al día de hoy, la mujer no solo sigue recibiendo facturas de los servicios médicos que ascienden a un total de tres mil dólares, también está a punto de ser desalojada, pues no ha podido pagar la renta de su casa: “soy pobre, no tengo dinero para contratar a un abogado.”
Arrue, Barroso, y muchos más fueron víctimas de una muerte que se pudo haber evitado. Aunque se les consideraba esenciales para mantener la velocidad de las líneas de sacrificio, se volvieron prescindibles en el momento que contrajeron el virus. He visto a sus familias colgar moños negros en las puertas de sus hogares en su memoria y he asistido a vigilias de familias que desean honrar a sus seres queridos. Sin embargo, lo que más me ha impresionado es haber sido testigo de cómo los familiares, muchos de ellos indocumentados; sin estudios y sin hablar inglés, se niegan a sentirse intimidados ante el poder de las corporaciones.
“Lo único que les importa [A Tyson Foods] es el trabajo, señala Ángela Pacheco. “No les importan las vidas.”